Son las 23.05 horas de una noche del pasado mes de abril. Dos mujeres esperan a un autobús de línea en la parada Botzaris de París, en la periferia de la capital. El vehículo llega, parece que se detiene ante la marquesina, pero continúa circulando. Las jóvenes gritan, hacen gestos de protesta y, cuando ven que, obligado por un semáfaro, el transporte se detiene unas decenas de metros más adelante, corren hacia él. Llaman a la ventanilla y preguntan al conductor la razón por la que no las ha permitido subir. El chófer, mirando las piernas de las chicas, contesta: “Para subir, solamente tenéis que vestir correctamente”. Las chicas contienen su indignación y llaman a un taxi.