Serían las 11:30 de la noche de un jueves cuando Eduardo García vio subirse a varias chicas a un brillante coche negro en plena Gran Vía de Madrid. Él se encontraba sentado en una parada de autobús junto a un amigo, aunque no tenían ningún destino al que llegar. Lo que esperaban esos dos hombres era a que los responsables del Metro cerraran, por fin, una de las puertas de la estación para poder meterse a dormir entre cartones en uno de los pasillos del suburbano. Antes de los tornos.