«Hoy no voy a la Komintern. Esto me produce la misma alegría que cuando de pequeño podía decir: hoy no voy a la escuela». Enrique Castro Delgado apenas lleva unos días en la URSS; el Siberia, un pequeño barco en cuyo mástil ondea la bandera con la hoz y el martillo, le ha trasladado desde El Havre a Leningrado. Luego treinta y seis horas más en tren para pisar Moscú, la capital del nuevo mundo. Son jornadas tristes, nostálgicas, de una frialdad mortal, con las heridas de la guerra todavía en carne viva; pero en su mente comienza a aflorar el desencanto, el rechazo a la disciplina comunista. La fe se diluye.
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Por David Barreira